
Evidentemente la noche propiciaba probablemente toda clase de expresiones internas que tal vez el alojaba en su psiquis, o quien sabe por qué razón, pero Arturo usaba un sombrero de copa negra, grande, negro azabache, como los magos, “increible” me dije a mi mismo. Al mismo tiempo vestía unos jeans desteñidos y rotos, así como una camisa, recuerdo, verde de cuadros igualmente desteñida, y sobre ella una chaqueta negra de cuero vieja. Su cabello era largo, le corría casi por debajo de los hombros, desaliñado naturalmente, con sonrisa maliciosa, mirada tímida y perversa al mismo tiempo y tenía en su mano un maletincito de cuero donde trasladaba sus cintas y músicas para hacer su programa esa noche. Arturo, no se presentó, lo hizo El Mandarín, no dijo mucho, tuvo un ademán gracioso al darme la mano y la bienvenida, me miró con desdén, con cierto aire de superioridad e indiferencia, pero fue cordial. Esperó discretamente a que yo me fuera retirando de la sala de operaciones para comenzar a sacar su material de trabajo para esa noche, luego sigilosamente cerró la puerta y procedió a dar rienda suelta a su verdadera personalidad nocturna y radial.
Nunca olvidé ese encuentro, desde mi óptica Arturo para mi siempre fue eso: un tímido, inconforme, desadaptado y refugiado ser del día, que cuan Camaleón se transformaba con las primeras sombras de la noche dando rienda suelta a ese creativo personaje de fábulas que yacía dentro de él y que emergía para encantarnos e hipnotizarnos noche a noche cuando El Mandarín le encendía la luz que dice: “en el aire”.
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